Yo sé que no se grita, que en Internet no se escribe con mayúscula. Lo he oído hasta la saciedad, pero estoy tan enfadada que con este post voy a arriesgarme a que mi abuela me dé una colleja, por maleducada virtual.
Ya está bien: ¡”PROTOCOLO” NO ES UN TÉRMINO DESPECTIVO!
En este país todo el mundo se apunta a hablar de protocolo: tertulianos, estilistas, porteros, médicos… Todo el mundo ha hecho un “curso para aprender a colocar los cubiertos”
¡Señores, yo he hecho cientos de cursillos de informática y no soy programadora ni nada por el estilo!
Y cuando no, usamos el término “protocolo” para hablar de todo lo que nos constriñe, limita, ahoga,…. ¡Hasta el moño! Y es que se me hace un poco cansino andar dando “razones de mi fe” protocolera, cual cristiano perseguido a la espera de un Edicto como el de Teodosio. Sobre todo porque, al contrario de lo que muchos creen, los protocoleros ni somos estirados, ni somos amigos de “edictos” e imposiciones.
Os voy a contar la verdadera historia del protocolo, que es un arma de comunicación sin límites: buena, bonita y barata. ¡Sí, barata! Porque muchos de los “gastos en protocolo” son mal llamados “gastos de protocolo”, valga la redundancia.
El protocolo se puede definir como “el conjunto de normas, leyes, usos y costumbres necesarias para la correcta organización y desarrollo de actos, bien sean públicos o privados, y la buena consecución final de los mismos”.
El protocolo se implanta por necesidad social y determina cómo se deben desarrollar los actos importantes socialmente. Por tanto podemos decir que es consustancial a la sociedad y no se puede entender sin ella; así mismo, su aparición se remonta al instante en el que surge un grupo de individuos que tienen que convivir y relacionarse entre sí.
Es decir, para hablar en “cristiano” y que nos entendamos todos, cuando juntas a más de una persona en una sala probablemente estés poniendo en relación personas con diferentes costumbres, educación, visión de la vida,… es necesario establecer una serie de normas, reglas, formas de actuación que nos permitan entendernos. Por eso, el protocolo, es como la abuela simpática que pone orden en una mesa llena de nietos: no obliga, pide amablemente, siempre sonríe y sin que te enteres ha puesto paz y orden.
El protocolo, como podemos comprobar, se desarrolla dentro de la sociedad, en medio de los actos o eventos sociales. No se puede separar de ellos y es el que los ayuda a discurrir de manera sencilla y correcta, evitando confusión, desorden y malentendidos. Lejos de ser un impedimento castrante los “limpia, fija y da esplendor”.
En efecto, las normas de protocolo aplicado a una ceremonia son un testimonio visible y formal del respeto debido a sus intervenientes y a los motivos que los unen.
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