Nuestras compañeras de Protocol Bloggers Point nos han hecho un reto- propuesta esta semana. Nos invitan a buscar detalles de ceremonial, etiqueta y protocolo en cualquier obra de Cervantes o de Shakespeare, como forma de rendir homenaje a estos dos grandes de la literatura en el IV Centenario de su muerte. En mi caso he elegido una novela ejemplar de Cervantes, el Casamiento engañoso.
“El casamiento engañoso” es la novena entre las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes Saavedra, publicadas en el año de 1613. Es vista como una introducción a la novela “El coloquio de los perros”, ya que en una aparecen personajes y sucesos de la otra.
En esta novela, el Alférez Campuzano, cuenta a su amigo el Licenciado Peralte la historia de su matrimonio con Estefanía de Caicedo.
El Alférez se propuso seducir a Estefanía,no tanto atraído por sus encantos como por la dote que ella aportaría al matrimonio. Pero cuando ya Alférez comienza a enamorarse descubre que él es engañado. Estefanía, no era la dueña de la casa y huye con su amante llevándose las joyas (que, por cierto, eran falsas) de Campuzano, dejándolo contagiado de la sífilis, que acaba de curar en el hospital.
Nosotros vamos a centrarnos en un detalle de la misma, el ajuar de las novias:
«Pues un día -prosiguió Campuzano- que acabábamos de comer en aquella posada de la Solana, donde vivíamos, entraron dos mujeres de gentil parecer con dos criadas: la una se puso a hablar con el capitán en pie, arrimados a una ventana; y la otra se sentó en una silla junto a mí, derribado el manto hasta la barba, sin dejar ver el rostro más de aquello que concedía la raridad del manto; y, aunque le supliqué que por cortesía me hiciese merced de descubrirse, no fue posible acabarlo con ella, cosa que me encendió más el deseo de verla. Y, para acrecentarle más, o ya fuese de industria [o] acaso, sacó la señora una muy blanca mano con muy buenas sortijas. Estaba yo entonces bizarrísimo, con aquella gran cadena que vuesa merced debió de conocerme, el sombrero con plumas y cintillo, el vestido de colores, a fuer de soldado, y tan gallardo, a los ojos de mi locura, que me daba a entender que las podía matar en el aire. Con todo esto, le rogué que se descubriese, a lo que ella me respondió: ”No seáis importuno: casa tengo, haced a un paje que me siga; que, aunque yo soy más honrada de lo que promete esta respuesta, todavía, a trueco de ver si responde vuestra discreción a vuestra gallardía, holgaré de que me veáis”. Beséle las manos por la grande merced que me hacía, en pago de la cual le prometí montes de oro. Acabó el capitán su plática; ellas se fueron, siguiólas un criado mío. Díjome el capitán que lo que la dama le quería era que le llevase unas cartas a Flandes a otro capitán, que decía ser su primo, aunque él sabía que no era sino su galán.
»Yo quedé abrasado con las manos de nieve que había visto, y muerto por el rostro que deseaba ver; y así, otro día, guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé una casa muy bien aderezada y una mujer de hasta treinta años, a quien conocí por las manos. No era hermosa en estremo, pero éralo de suerte que podía enamorar comunicada, porque tenía un tono de habla tan suave que se entraba por los oídos en el alma. Pasé con ella luengos y amorosos coloquios, blasoné, hendí, rajé, ofrecí, prometí y hice todas las demonstraciones que me pareció ser necesarias para hacerme bienquisto con ella. Pero, como ella estaba hecha a oír semejantes o mayores ofrecimientos y razones, parecía que les daba atento oído antes que crédito alguno. Finalmente, nuestra plática se pasó en flores cuatro días que continué en visitalla, sin que llegase a coger el fruto que deseaba.
»En el tiempo que la visité, siempre hallé la casa desembarazada, sin que viese visiones en ella de parientes fingidos ni de amigos verdaderos; servíala una moza más taimada que simple. Finalmente, tratando mis amores como soldado que está en víspera de mudar, apuré a mi señora doña Estefanía de Caicedo (que éste es el nombre de la que así me tiene) y respondíome: ”Señor alférez Campuzano, simplicidad sería si yo quisiese venderme a vuesa merced por santa: pecadora he sido, y aún ahora lo soy, pero no de manera que los vecinos me murmuren ni los apartados me noten. Ni de mis padres ni de otro pariente heredé hacienda alguna, y con todo esto vale el menaje de mi casa, bien validos, dos mil y quinientos escudos; y éstos en cosas que, puestas en almoneda, lo que se tardare en ponellas se tardará en convertirse en dineros. Con esta hacienda busco marido a quien entregarme y a quien tener obediencia; a quien, juntamente con la enmienda de mi vida, le entregaré una increíble solicitud de regalarle y servirle; porque no tiene príncipe cocinero más goloso ni que mejor sepa dar el punto a los guisados que le sé dar yo, cuando, mostrando ser casera, me quiero poner a ello. Sé ser mayordomo en casa, moza en la cocina y señora en la sala; en efeto, sé mandar y sé hacer que me obedezcan. No desperdicio nada y allego mucho; mi real no vale menos, sino mucho más cuando se gasta por mi orden. La ropa blanca que tengo, que es mucha y muy buena, no se sacó de tiendas ni lenceros; estos pulgares y los de mis criadas la hilaron; y si pudiera tejerse en casa, se tejiera. Digo estas alabanzas mías porque no acarrean vituperio cuando es forzosa la necesidad de decirlas. Finalmente, quiero decir que yo busco marido que me ampare, me mande y me honre, y no galán que me sirva y me vitupere. Si vuesa merced gustare de aceptar la prenda que se le ofrece, aquí estoy moliente y corriente, sujeta a todo aquello que vuesa merced ordenare, sin andar en venta, que es lo mismo andar en lenguas de casamenteros, y no hay ninguno tan bueno para concertar el todo como las mismas partes”.
»Yo, que tenía entonces el juicio, no en la cabeza, sino en los carcañares, haciéndoseme el deleite en aquel punto mayor de lo que en la imaginación le pintaba, y ofreciéndoseme tan a la vista la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en dineros convertida, sin hacer otros discursos de aquellos a que daba lugar el gusto, que me tenía echados grillos al entendimiento, le dije que yo era el venturoso y bien afortunado en haberme dado el cielo, casi por milagro, tal compañera, para hacerla señora de mi voluntad y de mi hacienda, que no era tan poca que no valiese, con aquella cadena que traía al cuello y con otras joyuelas que tenía en casa, y con deshacerme de algunas galas de soldado, más de dos mil ducados, que juntos con los dos mil y quinientos suyos, era suficiente cantidad para retirarnos a vivir a una aldea de donde yo era natural y adonde tenía algunas raíces; hacienda tal que, sobrellevada con el dinero, vendiendo los frutos a su tiempo, nos podía dar una vida alegre y descansada.
»En resolución, aquella vez se concertó nuestro desposorio, y se dio traza cómo los dos hiciésemos información de solteros, y en los tres días de fiesta que vinieron luego juntos en una Pascua se hicieron las amonestaciones, y al cuarto día nos desposamos, hallándose presentes al desposorio dos amigos míos y un mancebo que ella dijo ser primo suyo, a quien yo me ofrecí por pariente con palabras de mucho comedimiento, como lo habían sido todas las que hasta entonces a mi nueva esposa había dado, con intención tan torcida y traidora que la quiero callar; porque, aunque estoy diciendo verdades, no son verdades de confesión, que no pueden dejar de decirse.
»Mudó mi criado el baúl de la posada a casa de mi mujer; encerré en él, delante della, mi magnífica cadena; mostréle otras tres o cuatro, si no tan grandes, de mejor hechura, con otros tres o cuatro cintillos de diversas suertes; hícele patentes mis galas y mis plumas, y entreguéle para el gasto de casa hasta cuatrocientos reales que tenía. Seis días gocé del pan de la boda, espaciándome en casa como el yerno ruin en la del suegro rico. Pisé ricas alhombras, ahajé sábanas de holanda, alumbréme con candeleros de plata; almorzaba en la cama, levantábame a las once, comía a las doce y a las dos sesteaba en el estrado; bailábanme doña Estefanía y la moza el agua delante. Mi mozo, que hasta allí le había conocido perezoso y lerdo, se había vuelto un corzo. El rato que doña Estefanía faltaba de mi lado, la habían de hallar en la cocina, toda solícita en ordenar guisados que me despertasen el gusto y me avivasen el apetito. Mis camisas, cuellos y pañuelos eran un nuevo Aranjuez de flores, según olían, bañados en la agua de ángeles y de azahar que sobre ellos se derramaba.
Preparar el ajuar para la futura esposa es una tradición que en los últimos tiempos, se ha perdido. Hasta hace unas cuántas décadas, la primera mitad del S.XX, era completamente normal ver a las jóvenes preparar su ropa interior, las sábanas, manteles, servilletas.
El cambio cultural, las políticas de igualdad y el ritmo actual de la vida ha hecho, gracias a dios, que las cosas cambien. Algunos ya tienen cosas de cuando vivían solos, otros de cuando se fueron a vivir juntos,… y los que más se abastecen en el IKEA o similar de artículos prácticos para el uso cotidiano. Las casas y las cosas son más funcionales y no hay lugar para guardar tantas cosas.
Aunque si en la tradición judía es siempre el hombre que proporciona la lencería para el hogar y la ropa de cama, mientras que la novia de cualquier manera le corresponde la ropa interior.
Desde la mas humilde criada a la hija de un rey, todas las novias precisaban de una serie de bienes para comenzar su vida de casadas. El ajuar era preparado por los padres de cada hija, desde que era niña, sin importar la clase social y se disponían habitaciones especiales para guardarlo. En el caso de los judíos era el hombre el que proveía la lencería y la ropa de casa y cama (dato curioso).
El ajuar de Doña Ana de Austria a su llegada a Francia, por ejemplo, lo componían, según fuentes de la época:
- Joyas por valor de 71221 ducados, orfebrería, lencería y vestidos. La infanta llevaba piedras sueltas, sortijas, un fabuloso aderezo, pulseras y otros adornos.
- Llevaba piezas de plata: bacías, campanilla, atril, palmatoria, tarros, salvillas, azafates, espumadera, cucharón, bandejas, braseros, fuentes, platos, candeleros, un perol para hacer conservas y una cantimplora grande.
- Cincuenta sábanas, cien toallas, cincuenta almohadas, seis docenas de paños de dientes, paños para sangrías, peinadores etc…, todas ellas trabajosamente bordadas con los escudos de armas.
La mujer tenía el ajuar como carta de presentación al novio y a la familia y, aunque suene espantoso para nuestra mentalidad moderna, “eso le daba puntos”. Era una obligación y formaba parte de la “dote”. Si retrocedemos siglos atrás, como es el caso de Cervantes, cuando una joven de familia rica se casaba, para llevar todo el ajuar, se necesitaban tantas carrozas y una casa grande para guardarlo, esta era la riqueza de la novia. La presencia o ausencia de un rico ajuar era una cuestión de prestigio de la familia (el ajuar era exhibido públicamente antes del matrimonio), sino que era vivido por la comunidad como una garantía social, ya que definía el estado de “matrimonio” de un elemento de la sociedad y por lo tanto la perpetuación del orden y la estabilidad social.
Será a finales del S.XIX cuando se empiece a ver de mal gusto la costumbre de exhibir el ajuar en público.
En la actualidad el significado de ajuar se reduce a lo que lleva la novia el día del casamiento.
Ilustraciones: http://hcmbachillerato.blogspot.com.es/2013/01/mejor-con-un-buen-ajuar.html
Muy bueno e interesante, las fotos te quedaron geniales, un abrazo