Cuando hablamos de “kintsugi” nos referimos a una técnica centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas y que ha acabado convirtiéndose en una filosofía de vida. Un ejemplo de resiliencia e implementación del valor ante las dificultades.
En esta época en la que vivimos, en la que la obsolescencia programada se aplica a todos los ámbitos de la existencia, nos resignamos a desechar lo que se nos rompe y a rechazar todo lo que nos suena a antiguo o nos puede parecer que tiene un cierto tufo a ranciedad. Lo tiramos a la basura, sin más.
La leyenda acerca del “kintsugi” nos cuenta que el según Ashikaga Yoshimasa, muy apegado a un cuenco que consideraba objeto indispensable para la ceremonia del té, lo dejó caer y lo rompió.
Tras ello, terriblemente apenado, lo mandó a arreglar a China, donde se limitaron a asegurarlo con unas burdas grapas. Evidentemente no quedó contento con el resultado y removió cielo y tierra hasta que recurrió a unos artesanos de su país, que dieron con la solución acertada.
Encajaron los fragmentos con un barniz espolvoreado de oro, la cerámica recuperó su forma original, si bien las cicatrices doradas y visibles transformaron su esencia estética, evocando el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas, la mutabilidad de la identidad y el valor de la imperfección.
No se trata ocultar las marcas del paso del tiempo, sino de poner en valor el brillo que los errores y los fallos superados han dejado en nosotros, de dejar ver, a través del barro el oro que llevamos dentro.
Con frecuencia vemos en la prensa artículos en los que se exalta un “salto” o “rotura” del protocolo. ¡No! El protocolo es una disciplina que ha crecido con la historia y se ha fortalecido en ella, creando lazos, estableciendo puentes de comunicación por encima de los errores y las diferencias.
No es algo que se rompa o se salte, es algo que brilla con la fuerza del oro, que se crea y se recrea continuamente.
En el protocolo, es necesaria la valentía, la observación, la diplomacia, la escucha activa, la empatía, la perspicacia, la rapidez de reacción, etc. y, por muy rígido que sea un objeto valioso, esta técnica milenaria que dominamos los protocolistas es capaz de hacer que lo que parecía roto, quebrado, rígido, se convierta en abierto, flexible y vibrante.
Y todo gracias a un largo camino de tradición, costumbre, legislación y experiencia, convertido en eficacia y eficiencia reales.
Recuerda, el protocolo no se rompe, el protocolo no se salta: el protocolo es tan flexible como lo ha sido el pensamiento y la costumbre de sociedad a través de los siglos. Los rígido, los que nos rompemos, los inaguantables y los que a veces somos difíciles de explicar somos nosotros, pero siempre habrá un protocolista cerca de ti que te ayude a echar aceite en esas bisagras oxidadas u oro en esos huecos negros y profundos.